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Mensaje  Administrador Miér 3 Nov 2010 - 5:59

Curiosidades Lingüísticas. Nuestras silenciadas lenguas nacionales
Leopoldo Valiñas Coalla

La historia que se narra, la que se reproduce como dada, pero que se recrea cada vez que la mencionamos, es parte inseparable de nuestras vidas y de nuestras identidades. Este tipo de historia sólo existe en la medida en que se dice, en el momento mismo en que alguien la afirma. Por lo regular, esta historia —que es plural y diversa— difiere de aquella que se podría identificar como verdadera o, para no meternos en problemas, aprobada científicamente. La primera es más nuestra, más propia; la segunda es de los historiadores. La primera incluye, además, a la llamada historia oficial —que, por otro lado, también es plural y cambiante y, por lo común, entra en conflicto con las regionales y comunitarias.

Nuestra historia nacional también tiene, como condición de existencia, el ser narrada. Para ello dependemos de nuestra experiencia tanto cotidiana como discursiva. Y ambas experiencias son, desde el punto de vista lingüístico, monolingües. En nuestros relatos nacionales, por lo regular el idioma es intrascendente. Es rarísimo hallar a alguien que pregunte si Benito Juárez tuvo problemas lingüísticos —puesto que su lengua materna era el zapoteco—, que, por cierto, Juárez explícitamente reconoce. Es más raro el compa que hace alusión a la diversidad dialectal o lingüística a lo largo de nuestra historia. Tildarán de loco, llamarán a sus padres y —lo de hoy— canalizarán con el psicólogo de la escuela a aquel niño que ose preguntar por qué en México no se habla igual que en España, si fueron tres los siglos de dominación —cuando, se dirá, hablamos igualito… aunque aquí no usemos el vosotros, ni pronunciemos de la misma manera cielo y zurcir, nos demos vuelo con el diminutivo y con el le de órale y ándale y empleemos un léxico diferente—. Bueno, no es lo mismo, pero es igual, insistirán.
¿Cómo dices que dice?

Este monolingüismo histórico no es gratuito ni neutral. Se nos ha impuesto, pero para nada nos incomoda —porque hemos aceptado que nuestra realidad es monolingüe—. Nuestra visión del mundo nos hace ver a Colón, a pesar de ser genovés, carente de problemas lingüísticos al comunicarse con Isabel, la reina, que tampoco los tuvo al dialogar con su esposo Fernando —cuando ambos tenían lenguas maternas diferentes—.(1) Tampoco Cortés batalló para entenderse con nadie —y cuando surgieron algunos liecitos, fueron resueltos con la ayuda de La Malinche—. El encuentro de Cortés con Moctezuma se representa como cualquier protocolo actual de dos jefes de Estado. Y parece que Maximiliano hubiera nacido en algún barrio bravo cuya lengua dominante fuera el español, porque tampoco tuvo problemas con el idioma.

Curiosamente, este monolingüismo es callado, silencioso, casi telepático. Es el español el idioma que suponemos existente, circulante, pero es un español que no se oye, que nadie pronuncia. Sólo se le menciona. En los casos en que aparece —por lo regular en forma de frases célebres— sigue siendo nuestro español. Por supuesto que este monolingüismo callado también silencia y niega todas las demás lenguas. Como en el mundo Disney: tarascos, otomíes y mixtecos, todos hablan español. Este silencio silenciador nos explica la famosa pregunta de Cuauhtémoc: «¿Crees, acaso, que estoy yo en un lecho de rosas?». ¿Habrá aprendido español en la escuela Mártires de Tlatelolco?

¿Está asté seguro?

El silencio de las llamadas lenguas indígenas no ha sido, sin embargo, total. Nuestro andar cotidiano nos enfrenta a ellas. Así, podemos viajar a Pátzcuaro, Cancún o Boxthó si estamos tristes y queremos que nos apapachen y, tal vez, nos guste ir al tianguis a comprar jitomates… Recordemos que la piñata tiene caca… cacahuates y jícamas. Las lenguas indígenas —y sus hablantes— siguen aquí. Cuando estos idiomas irrumpen en nuestra comodidad monolingüe, el español se impone y mantiene sus condiciones. Las palabras en lenguas mexicanas se leen como si estuvieran en español —la equis es ks, la doble ele es elle, la dz es ds, etcétera—, además de traducirlas de acuerdo con nuestros gustos y deseos. Así, el Iztaccíhuatl, que literalmente significa «mujer blanca», para muchos es «la mujer dormida» —y, para otros más, «El Ixtla»—; y Cuauhtémoc, cuyo significado es «águila descendente», es «águila que cae». El mismísimo Octavio Paz fue incapaz de pronunciar Tezcatlipoca —siempre dijo Tezcatlicopa— en un programa de televisión en que el tema central era el México prehispánico y Paz. Eso sí, armamos tremendo irigote si un nahua le dice Pegro a Pedro o si se baja en la estación «Motecuhzoma» del metro.

Aunque existe una Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas que señala que todas las lenguas indígenas mexicanas, junto con el español, son lenguas nacionales, esto no evita que la historia nacional siga siendo monolingüe.



(1) Castellano y aragonés, respectivamente. N. del E.

Leopoldo Valiñas es un lingüista chilango que considera que si el español es su lengua materna, una de esas lenguas nacionales —el náhuatl del Alto Balsas— es su lengua amante. Se desvive por otras lenguas nacionales, igualmente queridas, apasionadamente amadas. Vive de ellas y no le da ni pena ni vergüenza… tampoco gloria.
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