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Del lenguaje correcto a las palabras sospechosas
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Del lenguaje correcto a las palabras sospechosas
Semanas atrás tuvo lugar en San Millán de la Cogolla un seminario internacional de lengua dedicado a estudiar las relaciones entre el periodismo y el lenguaje políticamente correcto. En sus conclusiones los participantes han alertado del dominio de una «policía del pensamiento» o «nueva inquisición» originada a partir de un propósito loable como es la lucha contra la discriminación. Lo que surgió hace medio siglo como movimiento reivindicativo destinado a acabar con estereotipos vejatorios y a proteger la dignidad de las minorías más débiles se ha ido convirtiendo con el paso de los años en una cosmética sospechosa, más cercana a los intereses del poder que a las necesidades de los desfavorecidos.
Todos somos testigos de cómo en nombre de la corrección política surgen día tras otro eufemismos para enmascarar los abusos y las injusticias en el orden social y laboral. Bajo las asépticas siglas de ERE se oculta la dramática realidad de la voz 'despido'; abstracciones como 'crisis' o 'recesión' quitan hierro al 'empobrecimiento' al que sustituyen; y hasta cuando hablamos de 'violencia de género' se diría que resulta suavizada la crueldad de una variante especialmente infame del 'crimen'. Cuando el periodismo reproduce esos usos lingüísticos extendidos en todas las esferas, está consolidando algo más que unas simples modas verbales. Al margen de las dinámicas de reivindicación y de dominio que encierran las corrientes de corrección política, su expansión ha ido transformando las relaciones de los individuos y los grupos con un lenguaje que ya no actúa como simple herramienta de comunicación. Es un mecanismo para modificar la realidad o, para ser precisos, para modificar la apariencia de la realidad según la conveniencia de quien esté en el uso de la palabra.
La corriente en favor del lenguaje socialmente aceptable aduce que los idiomas heredados arrastran el lastre de cosmovisiones pretéritas inaceptables para la mentalidad moderna. Machistas, clasistas, bárbaras y supersticiosas, las palabras de nuestro vocabulario permanecen ancladas en sistemas de valores superados por la civilización. Así pues, no deja de tener cierta lógica que los cambios positivos hacia la igualdad deban ir acompañados de transformaciones paralelas de la forma de designar las cosas. Ante esta evidencia el argumento de la defensa patrimonial del idioma carece de peso puesto que uno de los rasgos de todos los sistemas lingüísticos es la adaptabilidad. Nuestros mayores admitían de buen grado que 'zorro' aplicado a los hombres fuera un epíteto elogioso del todo opuesto a su femenino 'zorra', o que la etiqueta de 'subnormal'» se aplicara con toda naturalidad a personas mentalmente discapacitadas, pero eso repugna a la sensibilidad y a la inteligencia de cualquier individuo medianamente formado de hoy en día.
Sin embargo, es posible que a fuerza de cautelas y prevenciones acerca de lo que se debe o no se debe decir nos hayamos vuelto extremadamente remilgados. De tanto limar las asperezas de las palabras heredadas vamos creando una neolengua repleta de términos huecos, de palabras-sonajero, de voces burocráticas tan inofensivas como lánguidas. ¿Hay algo más frío que denominar 'mi pareja' a quien antes era la novia, el marido, la compañera o el amigo? ¿Realmente el 'usuario' del hospital se siente mejor atendido que un paciente o un enfermo? Entre la decisión descarnada de hablar a la pata la llana y el disimulo de ocultar continuamente las aristas de la realidad forzando el lenguaje hay un término medio no siempre seguro donde las palabras no se ven condenadas a pagar las contradicciones de las personas y los grupos. Es preferible arriesgarse a provocar pequeñas tempestades al llamar a las cosas por su nombre antes que condenar al lenguaje a la pérdida de su eficacia a cambio de no causar molestias; entre otras cosas, porque los tabúes nunca desaparecen. Lo que ayer fue un eufemismo admitido por todos, en poco tiempo ha criado espinas y hoy reclama la invención de otra nueva palabra aséptica que en poco tiempo se verá igualmente contaminada por la vergüenza o el hedor de la cosa desagradable que designa.
Las doctrinas de lo políticamente correcto permiten fingir adhesiones emotivas mientras se eluden las responsabilidades reales, cosa que los poderes conocen a la perfección. Pero la tentación del lenguaje neutro no es privativa de las organizaciones; también está calando en los sujetos como un suspicaz censor interno. La corrección política engendra la hiperestesia de unos agraviados que donde antes no encontraban ofensas ven ahora agresiones imperdonables, lo cual les obliga a añadir a sus preocupaciones otra más no poco gravosa: vigilar la manera en que los demás se dirigen a ellos. Así, entre gendarmes y sospechosos, el lenguaje acaba siendo traído y llevado a rastras por la senda de la desconfianza: la ruta más corta hacia la incomunicación.
Todos somos testigos de cómo en nombre de la corrección política surgen día tras otro eufemismos para enmascarar los abusos y las injusticias en el orden social y laboral. Bajo las asépticas siglas de ERE se oculta la dramática realidad de la voz 'despido'; abstracciones como 'crisis' o 'recesión' quitan hierro al 'empobrecimiento' al que sustituyen; y hasta cuando hablamos de 'violencia de género' se diría que resulta suavizada la crueldad de una variante especialmente infame del 'crimen'. Cuando el periodismo reproduce esos usos lingüísticos extendidos en todas las esferas, está consolidando algo más que unas simples modas verbales. Al margen de las dinámicas de reivindicación y de dominio que encierran las corrientes de corrección política, su expansión ha ido transformando las relaciones de los individuos y los grupos con un lenguaje que ya no actúa como simple herramienta de comunicación. Es un mecanismo para modificar la realidad o, para ser precisos, para modificar la apariencia de la realidad según la conveniencia de quien esté en el uso de la palabra.
La corriente en favor del lenguaje socialmente aceptable aduce que los idiomas heredados arrastran el lastre de cosmovisiones pretéritas inaceptables para la mentalidad moderna. Machistas, clasistas, bárbaras y supersticiosas, las palabras de nuestro vocabulario permanecen ancladas en sistemas de valores superados por la civilización. Así pues, no deja de tener cierta lógica que los cambios positivos hacia la igualdad deban ir acompañados de transformaciones paralelas de la forma de designar las cosas. Ante esta evidencia el argumento de la defensa patrimonial del idioma carece de peso puesto que uno de los rasgos de todos los sistemas lingüísticos es la adaptabilidad. Nuestros mayores admitían de buen grado que 'zorro' aplicado a los hombres fuera un epíteto elogioso del todo opuesto a su femenino 'zorra', o que la etiqueta de 'subnormal'» se aplicara con toda naturalidad a personas mentalmente discapacitadas, pero eso repugna a la sensibilidad y a la inteligencia de cualquier individuo medianamente formado de hoy en día.
Sin embargo, es posible que a fuerza de cautelas y prevenciones acerca de lo que se debe o no se debe decir nos hayamos vuelto extremadamente remilgados. De tanto limar las asperezas de las palabras heredadas vamos creando una neolengua repleta de términos huecos, de palabras-sonajero, de voces burocráticas tan inofensivas como lánguidas. ¿Hay algo más frío que denominar 'mi pareja' a quien antes era la novia, el marido, la compañera o el amigo? ¿Realmente el 'usuario' del hospital se siente mejor atendido que un paciente o un enfermo? Entre la decisión descarnada de hablar a la pata la llana y el disimulo de ocultar continuamente las aristas de la realidad forzando el lenguaje hay un término medio no siempre seguro donde las palabras no se ven condenadas a pagar las contradicciones de las personas y los grupos. Es preferible arriesgarse a provocar pequeñas tempestades al llamar a las cosas por su nombre antes que condenar al lenguaje a la pérdida de su eficacia a cambio de no causar molestias; entre otras cosas, porque los tabúes nunca desaparecen. Lo que ayer fue un eufemismo admitido por todos, en poco tiempo ha criado espinas y hoy reclama la invención de otra nueva palabra aséptica que en poco tiempo se verá igualmente contaminada por la vergüenza o el hedor de la cosa desagradable que designa.
Las doctrinas de lo políticamente correcto permiten fingir adhesiones emotivas mientras se eluden las responsabilidades reales, cosa que los poderes conocen a la perfección. Pero la tentación del lenguaje neutro no es privativa de las organizaciones; también está calando en los sujetos como un suspicaz censor interno. La corrección política engendra la hiperestesia de unos agraviados que donde antes no encontraban ofensas ven ahora agresiones imperdonables, lo cual les obliga a añadir a sus preocupaciones otra más no poco gravosa: vigilar la manera en que los demás se dirigen a ellos. Así, entre gendarmes y sospechosos, el lenguaje acaba siendo traído y llevado a rastras por la senda de la desconfianza: la ruta más corta hacia la incomunicación.
http://www.laverdad.es/albacete/v/20111116/opinion/lenguaje-correcto-palabras-sospechosas-20111116.html
Isabel
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