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Las orejeras del lenguaje
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Las orejeras del lenguaje
Una de las dificultades del alemán para el hispanohablante que no lo aprende de niño está en el género de las palabras, con frecuencia distinto al del castellano. Así, el masculino “puente” español se transforma en alemán en die Brücke, femenino, al igual que ocurre con el aire (die Luft) o el sol (die Sonne); por el contrario, la manzana española se convierte en alemán en der Apfel, sustantivo masculino, al igual que ocurre con la silla (der Stuhl) o la llave (der Schlüssel).
Esas abundantes diferencias de género entre el español y el alemán ¿influyen acaso en las características que asociamos con los correspondientes sustantivos?
De Konishi a Boroditsky
Para comprobarlo, en 1993 una psicóloga afincada en California,Toshi Konishi efectuó un experimento: presentó una lista de 54 de esos sustantivos con géneros gramaticales cruzados a 40 mejicanos adultos y a otros tantos alemanes y les pidió su opinión sobre ciertas características relacionadas con la potencia que asociaban con tales objetos. Comprobó que atribuían a un mismo objeto más fortaleza cuando en su lengua materna era del género masculino (de ahí, por ejemplo, que los mejicanos atribuyeran a los puentes más fortaleza que los alemanes) y concluyó, en contra de la tesis tradicional, que el género gramatical afecta al significado que atribuimos a las palabras.
Otros experimentos posteriores ha corroborado ese resultado. En uno de ellos, dirigido por Lera Boroditsky y descrito en Sex, Syntax and Semantics (véase también How language shapes our thought) los investigadores mostraron a un grupo de hispanohablantes y germanófonos 24 objetos con género gramatical distinto en sus respectivos idiomas y, en sucesivas pruebas, les fueron dando nombres propios (así, por ejemplo, a una manzana la llamaron “Patricia” en una prueba y “Patrick” en otra). Observaron que a los sujetos les resultaba más fácil recordar aquellos nombres propios que concordaban en género con el del objeto en su idioma nativo (así, los hispanohablantes recordaban mejor el nombre de la manzana cuando era “Patricia” que “Patrick”; y a los alemanes les pasaba al revés). Como la prueba la realizaron en inglés, dedujeron que los sujetos atribuían un género conceptual a los objetos basándose en su género gramatical.
El principio de Jakobson
En “Through The Language Glass. Why the world looks different in other languages” (Arrow Books, 2011), el ilingüista israelita Guy Deutscher incluye ese experimento en su panorama de teorías que han vinculado pensamiento y lenguaje (véase el resumen),.
Una de las más extremas y desacreditadas fue la que enunciada en la primera mitad del siglo pasado por Edward Sapir, fue desarrollada por su alumno Benjamin Lee Whorf y se conoce como “hipótesis Sapir-Whorf”. Sostiene que la lengua es una “jaula” o prisión que limita nuestra capacidad de aprehender la realidad externa. En 1936 Whorf pretendió ilustrar su teoría con una singularidad que atribuyó a la lengua de una tribu india del estado de Arizona, los hopis, que –alegaba- no hacían distinción alguna entre pasado, presente y futuro. Al parecer, nunca visitó esa tribu y basó su conjetura en sus conversaciones en Nueva York con un nativo. Cuando, años después, otro lingüista más meticuloso, Ekkehar Malotki, vivió entre los hopis y estudió su lengua, comprobó que tenían perfecta noción del tiempo y lo demostró transcribiendo relatos que les había oído. De la desacreditada hipótesis Sapir-Whorf hay ecos en la novela “1984” de George Orwell, en la que describe cómo los líderes autoritarios de Oceanía pretenden mediante el Newspeak erradicar la rebeldía eliminando del diccionario las palabras que podrían alentarla.
Hoy en día los lingüistas rechazan que un idioma pueda ser una barrera que impida comprender o transmitir ideas sólo asequibles en otras lenguas. Baste un ejemplo: aunque en español y en inglés carezcamos de un término equivalente al Schadenfreude alemán, nada nos impide captar su significado de “alegría por la desgracia ajena”. Ahora bien, Deutscher suscribe la tesis más moderada del lingüista Roman Jakobson de que “los idiomas no se diferencian esencialmente en lo que pueden transmitir, sino en lo que obligan a transmitir”. Así, la expresión inglesa “I spent yesterday evening with a neighbour” no obliga a revelar el sexo del vecino con quien se pasó la tarde, cosa inevitable en español y otros muchos idiomas.
Para Deutscher la lengua puede influir no sólo en la atribución de género a los objetos –como demostraron Konishi y Boroditsky-, sino también en el sentido de la orientación o la sensibilidad a los colores. Así, que en la lengua de los Guugu Yimithirr, en Australia, las formas de orientación física no sean “egocéntricas” (izquierda/derecha) sino que se basen en los puntos cardinales -un nativo nos diría, por ejemplo, “hay un hormiguero junto a tu pie norte”-, obliga a quienes lo hablan a tener un perfecto sentido de la orientación, para poder hablarlo y entenderlo con soltura.
De forma parecida, la escasez en la Naturaleza de objetos azules –excluido el cielo - hace que muchas lenguas primitivas o antiguas –incluidos el griego y el latín- no tengan un nombre específico para ese color, considerado en ocasiones una mera tonalidad del verde. Eso explica que Homero, que tanto habla del rojo en sus relatos, no mencione el azul, sin que sea preciso atribuir ese hecho a su supuesto daltonismo, como aventuró en 1858 en sus estudios sobre Homerto William Gladstone, el erudito que llegaría a Primer Ministro inglés.
Sesgos implícitos
Deutscher concluye:
“Cuando un lenguaje fuerza a quienes lo hablan a prestar atención a ciertos aspectos del mundo cada vez que abren la boca o aguzan el oído, tales hábitos del habla pueden transformarse con facilidad en hábitos mentales con consecuencias en la memoria, la percepción, las asociaciones o incluso las habilidades prácticas”.
Esa afirmación permite deducir que una lengua que usa el término “consejero” para englobar a los de uno y otro sexo puede introducir un sesgo larvado a favor de los hombres en quien busca candidatos para cubrir una vacante de consejero´(véase la Recomendación 15 del Código Unificado de Buen Gobierno de las sociedades cotizadas).
También da la razón a quienes utilizan esas tediosas, pero pedagógicas referencias a ambos géneros –“compañeros y compañeras”, “candidato o candidata” (p.ej. a la presidencia del Gobierno)- para neutralizar los sesgos implícitos en nuestra lengua.
La tesis de Deutscher incluso justificaría el denostado “miembra” que propuso la ex Ministra Aído, término que, aunque chocante, evitaría que los hábitos lingüísticos de algunos (y algunas) sean no ya un cristal, sino auténticas orejeras.
http://www.expansion.com/blogs/conthe/2011/04/06/las-orejeras-del-lenguaje.htmlEsas abundantes diferencias de género entre el español y el alemán ¿influyen acaso en las características que asociamos con los correspondientes sustantivos?
De Konishi a Boroditsky
Para comprobarlo, en 1993 una psicóloga afincada en California,Toshi Konishi efectuó un experimento: presentó una lista de 54 de esos sustantivos con géneros gramaticales cruzados a 40 mejicanos adultos y a otros tantos alemanes y les pidió su opinión sobre ciertas características relacionadas con la potencia que asociaban con tales objetos. Comprobó que atribuían a un mismo objeto más fortaleza cuando en su lengua materna era del género masculino (de ahí, por ejemplo, que los mejicanos atribuyeran a los puentes más fortaleza que los alemanes) y concluyó, en contra de la tesis tradicional, que el género gramatical afecta al significado que atribuimos a las palabras.
Otros experimentos posteriores ha corroborado ese resultado. En uno de ellos, dirigido por Lera Boroditsky y descrito en Sex, Syntax and Semantics (véase también How language shapes our thought) los investigadores mostraron a un grupo de hispanohablantes y germanófonos 24 objetos con género gramatical distinto en sus respectivos idiomas y, en sucesivas pruebas, les fueron dando nombres propios (así, por ejemplo, a una manzana la llamaron “Patricia” en una prueba y “Patrick” en otra). Observaron que a los sujetos les resultaba más fácil recordar aquellos nombres propios que concordaban en género con el del objeto en su idioma nativo (así, los hispanohablantes recordaban mejor el nombre de la manzana cuando era “Patricia” que “Patrick”; y a los alemanes les pasaba al revés). Como la prueba la realizaron en inglés, dedujeron que los sujetos atribuían un género conceptual a los objetos basándose en su género gramatical.
El principio de Jakobson
En “Through The Language Glass. Why the world looks different in other languages” (Arrow Books, 2011), el ilingüista israelita Guy Deutscher incluye ese experimento en su panorama de teorías que han vinculado pensamiento y lenguaje (véase el resumen),.
Una de las más extremas y desacreditadas fue la que enunciada en la primera mitad del siglo pasado por Edward Sapir, fue desarrollada por su alumno Benjamin Lee Whorf y se conoce como “hipótesis Sapir-Whorf”. Sostiene que la lengua es una “jaula” o prisión que limita nuestra capacidad de aprehender la realidad externa. En 1936 Whorf pretendió ilustrar su teoría con una singularidad que atribuyó a la lengua de una tribu india del estado de Arizona, los hopis, que –alegaba- no hacían distinción alguna entre pasado, presente y futuro. Al parecer, nunca visitó esa tribu y basó su conjetura en sus conversaciones en Nueva York con un nativo. Cuando, años después, otro lingüista más meticuloso, Ekkehar Malotki, vivió entre los hopis y estudió su lengua, comprobó que tenían perfecta noción del tiempo y lo demostró transcribiendo relatos que les había oído. De la desacreditada hipótesis Sapir-Whorf hay ecos en la novela “1984” de George Orwell, en la que describe cómo los líderes autoritarios de Oceanía pretenden mediante el Newspeak erradicar la rebeldía eliminando del diccionario las palabras que podrían alentarla.
Hoy en día los lingüistas rechazan que un idioma pueda ser una barrera que impida comprender o transmitir ideas sólo asequibles en otras lenguas. Baste un ejemplo: aunque en español y en inglés carezcamos de un término equivalente al Schadenfreude alemán, nada nos impide captar su significado de “alegría por la desgracia ajena”. Ahora bien, Deutscher suscribe la tesis más moderada del lingüista Roman Jakobson de que “los idiomas no se diferencian esencialmente en lo que pueden transmitir, sino en lo que obligan a transmitir”. Así, la expresión inglesa “I spent yesterday evening with a neighbour” no obliga a revelar el sexo del vecino con quien se pasó la tarde, cosa inevitable en español y otros muchos idiomas.
Para Deutscher la lengua puede influir no sólo en la atribución de género a los objetos –como demostraron Konishi y Boroditsky-, sino también en el sentido de la orientación o la sensibilidad a los colores. Así, que en la lengua de los Guugu Yimithirr, en Australia, las formas de orientación física no sean “egocéntricas” (izquierda/derecha) sino que se basen en los puntos cardinales -un nativo nos diría, por ejemplo, “hay un hormiguero junto a tu pie norte”-, obliga a quienes lo hablan a tener un perfecto sentido de la orientación, para poder hablarlo y entenderlo con soltura.
De forma parecida, la escasez en la Naturaleza de objetos azules –excluido el cielo - hace que muchas lenguas primitivas o antiguas –incluidos el griego y el latín- no tengan un nombre específico para ese color, considerado en ocasiones una mera tonalidad del verde. Eso explica que Homero, que tanto habla del rojo en sus relatos, no mencione el azul, sin que sea preciso atribuir ese hecho a su supuesto daltonismo, como aventuró en 1858 en sus estudios sobre Homerto William Gladstone, el erudito que llegaría a Primer Ministro inglés.
Sesgos implícitos
Deutscher concluye:
“Cuando un lenguaje fuerza a quienes lo hablan a prestar atención a ciertos aspectos del mundo cada vez que abren la boca o aguzan el oído, tales hábitos del habla pueden transformarse con facilidad en hábitos mentales con consecuencias en la memoria, la percepción, las asociaciones o incluso las habilidades prácticas”.
Esa afirmación permite deducir que una lengua que usa el término “consejero” para englobar a los de uno y otro sexo puede introducir un sesgo larvado a favor de los hombres en quien busca candidatos para cubrir una vacante de consejero´(véase la Recomendación 15 del Código Unificado de Buen Gobierno de las sociedades cotizadas).
También da la razón a quienes utilizan esas tediosas, pero pedagógicas referencias a ambos géneros –“compañeros y compañeras”, “candidato o candidata” (p.ej. a la presidencia del Gobierno)- para neutralizar los sesgos implícitos en nuestra lengua.
La tesis de Deutscher incluso justificaría el denostado “miembra” que propuso la ex Ministra Aído, término que, aunque chocante, evitaría que los hábitos lingüísticos de algunos (y algunas) sean no ya un cristal, sino auténticas orejeras.
Isabel
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