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El lenguaje es el papel que envuelve el caramelo, a veces envenenado, del pensamiento
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El lenguaje es el papel que envuelve el caramelo, a veces envenenado, del pensamiento
Variaciones sobre lo que da que pensar
Por Manuel Cruz
http://www.elpais.com/articulo/portada/Variaciones/da/pensar/elpepuculbab/20110305elpbabpor_45/Tes
Por Manuel Cruz
Las ideas que aspiramos a alcanzar no tienen otra realidad que la lingüística. El lenguaje es el papel que envuelve el caramelo, a veces envenenado, del pensamiento.
Qué se le va a hacer: estamos, mal que nos pese, en poder de la palabra. No es eso lo que vale la pena discutir. En realidad dicha convicción si en algún punto debe situarse no es en el final, sino en el de partida. La cuestión, contraviniendo la citadísima máxima de Lewis Carroll, no es por esta vez quién manda sobre las palabras, sino cómo sobrevivir bajo su mandato, o, por cambiar de paráfrasis, cómo orientarse en la oscuridad boscosa de los símbolos.
No se trata de una tarea modesta, o exenta de ambición, aunque el modo de presentarla pudiera sugerirlo. Algunas filosofías de acreditada solvencia y rigor conceptual -pienso en la llamada por los especialistas "filosofía analítica del lenguaje ordinario", hegemónica durante buena parte del siglo XX en el ámbito académico anglosajón- han desarrollado todo un programa de trabajo basado en el convencimiento de las enormes posibilidades contenidas en nuestras formas habituales de expresarnos (que, si lo son, vienen a afirmar, es precisamente porque han acreditado su eficacia). Es cierto que si hablamos o escribimos de una determinada manera es porque esa manera cumple su función -nos resulta práctica, por así decirlo-.
El interesante El gran asombro, de la filósofa suiza Jeanne Hersch (Ginebra, 1910-2000), se propone mostrar el lugar que ha ido ocupando la curiosidad como estímulo a lo largo de la historia de la filosofía. El propósito mantiene un inequívoco aire de familia con el programa reconstructivo que acabamos de mencionar. Como éste, se fía de lo que los propios autores han manifestado (al igual que los analíticos se fiaban de los usuarios del lenguaje). Pero, aun a riesgo de parecer engreído, valdrá la pena puntualizar que un programa tal acaso se detenga un paso antes de entrar en zona de riesgo. Quizá no baste con demorarse con minuciosidad de orfebre o precisión de cartógrafo en la tarea de examinar las propuestas de quienes nos aseguran (o les atribuimos) que han conocido la experiencia del asombro.
En la prosa de la asistente de Karl Jaspers -impecablemente vertida al castellano, al igual que otros textos de la autora publicados en este mismo sello, por Rosa Rius, con un mimo que hace pensar más en un trabajo de edición que de mera traducción-, el asombro desempeña el papel de detonante inicial, cuya principal virtualidad es la de haber propiciado el despliegue de las propuestas teóricas reseñadas. El procedimiento, que le permite a Hersch encadenar su particular sinopsis de los autores seleccionados, da por buenos los estímulos que, según ellos mismos, les dieron que pensar. Acaso una cierta dosis de recelo o desconfianza no le hubiera venido mal a este proyecto. Buena parte de la tradición epistemológica francesa del siglo XX (Bachelard, Althusser, Foucault...) nos había advertido acerca de los peligros interpretativos que comporta identificar la problemática subyacente al pensamiento de un autor (esto es, el conjunto de preguntas a cuya luz lo efectivamente escrito muestra su pleno sentido, en tanto que respuesta) con las declaraciones más o menos retóricas de intención, habitualmente incluidas en prólogos y epílogos.
De ahí nuestra insistencia inicial en las palabras: ellas constituyen la materia prima sobre la que trabaja la sospecha -la necesaria e ineludible sospecha-. Pero, además, es con ellas -y sólo con ellas: las intenciones, incluso las declaradas, son material desechable para el intérprete- con las que tenemos trato. Las ideas que aspiramos a alcanzar no tienen, en definitiva, otra realidad, otra materialidad, que la lingüística, aunque no se agote en ella. El lenguaje es el papel que envuelve el caramelo, a veces envenenado, del pensamiento. Es cierto que a menudo el papel se pega al dulce, haciendo que se mezcle el sabor de ambos, igual que en otras ocasiones su color confunde respecto al contenido y nos encontramos con un gusto o una textura inesperados (y, lo que es peor, no deseados). Pero, precisamente por todo ello, hay un principio fundamental que no cabe dejar de lado a la hora de emprender la tarea de pensar. Las palabras habitan en nosotros tanto como nosotros habitamos en ellas. O, por decirlo a la manera del gran poeta René Char: "Las palabras saben de nosotros lo que nosotros ignoramos de ellas". Lo mejor que podemos hacer es, pues, preguntarles: a ver qué nos dicen. Igual -con un poco de suerte- nos dicen algo que nos convendría más no saber. Mejor eso, sin duda, que doblarnos, dócilmente, ante ellas.
Qué se le va a hacer: estamos, mal que nos pese, en poder de la palabra. No es eso lo que vale la pena discutir. En realidad dicha convicción si en algún punto debe situarse no es en el final, sino en el de partida. La cuestión, contraviniendo la citadísima máxima de Lewis Carroll, no es por esta vez quién manda sobre las palabras, sino cómo sobrevivir bajo su mandato, o, por cambiar de paráfrasis, cómo orientarse en la oscuridad boscosa de los símbolos.
No se trata de una tarea modesta, o exenta de ambición, aunque el modo de presentarla pudiera sugerirlo. Algunas filosofías de acreditada solvencia y rigor conceptual -pienso en la llamada por los especialistas "filosofía analítica del lenguaje ordinario", hegemónica durante buena parte del siglo XX en el ámbito académico anglosajón- han desarrollado todo un programa de trabajo basado en el convencimiento de las enormes posibilidades contenidas en nuestras formas habituales de expresarnos (que, si lo son, vienen a afirmar, es precisamente porque han acreditado su eficacia). Es cierto que si hablamos o escribimos de una determinada manera es porque esa manera cumple su función -nos resulta práctica, por así decirlo-.
El interesante El gran asombro, de la filósofa suiza Jeanne Hersch (Ginebra, 1910-2000), se propone mostrar el lugar que ha ido ocupando la curiosidad como estímulo a lo largo de la historia de la filosofía. El propósito mantiene un inequívoco aire de familia con el programa reconstructivo que acabamos de mencionar. Como éste, se fía de lo que los propios autores han manifestado (al igual que los analíticos se fiaban de los usuarios del lenguaje). Pero, aun a riesgo de parecer engreído, valdrá la pena puntualizar que un programa tal acaso se detenga un paso antes de entrar en zona de riesgo. Quizá no baste con demorarse con minuciosidad de orfebre o precisión de cartógrafo en la tarea de examinar las propuestas de quienes nos aseguran (o les atribuimos) que han conocido la experiencia del asombro.
En la prosa de la asistente de Karl Jaspers -impecablemente vertida al castellano, al igual que otros textos de la autora publicados en este mismo sello, por Rosa Rius, con un mimo que hace pensar más en un trabajo de edición que de mera traducción-, el asombro desempeña el papel de detonante inicial, cuya principal virtualidad es la de haber propiciado el despliegue de las propuestas teóricas reseñadas. El procedimiento, que le permite a Hersch encadenar su particular sinopsis de los autores seleccionados, da por buenos los estímulos que, según ellos mismos, les dieron que pensar. Acaso una cierta dosis de recelo o desconfianza no le hubiera venido mal a este proyecto. Buena parte de la tradición epistemológica francesa del siglo XX (Bachelard, Althusser, Foucault...) nos había advertido acerca de los peligros interpretativos que comporta identificar la problemática subyacente al pensamiento de un autor (esto es, el conjunto de preguntas a cuya luz lo efectivamente escrito muestra su pleno sentido, en tanto que respuesta) con las declaraciones más o menos retóricas de intención, habitualmente incluidas en prólogos y epílogos.
De ahí nuestra insistencia inicial en las palabras: ellas constituyen la materia prima sobre la que trabaja la sospecha -la necesaria e ineludible sospecha-. Pero, además, es con ellas -y sólo con ellas: las intenciones, incluso las declaradas, son material desechable para el intérprete- con las que tenemos trato. Las ideas que aspiramos a alcanzar no tienen, en definitiva, otra realidad, otra materialidad, que la lingüística, aunque no se agote en ella. El lenguaje es el papel que envuelve el caramelo, a veces envenenado, del pensamiento. Es cierto que a menudo el papel se pega al dulce, haciendo que se mezcle el sabor de ambos, igual que en otras ocasiones su color confunde respecto al contenido y nos encontramos con un gusto o una textura inesperados (y, lo que es peor, no deseados). Pero, precisamente por todo ello, hay un principio fundamental que no cabe dejar de lado a la hora de emprender la tarea de pensar. Las palabras habitan en nosotros tanto como nosotros habitamos en ellas. O, por decirlo a la manera del gran poeta René Char: "Las palabras saben de nosotros lo que nosotros ignoramos de ellas". Lo mejor que podemos hacer es, pues, preguntarles: a ver qué nos dicen. Igual -con un poco de suerte- nos dicen algo que nos convendría más no saber. Mejor eso, sin duda, que doblarnos, dócilmente, ante ellas.
http://www.elpais.com/articulo/portada/Variaciones/da/pensar/elpepuculbab/20110305elpbabpor_45/Tes
Isabel
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